El Universal. Domingo 21 de octubre de 2007.
La fabricación de carismas
Carlos Monsiváis
Recuérdalo, Rosa, y tú también, Juliana, mis secretarias predilectas, ténganlo presente cada que se acuerden de mí, si tal cosa se les ocurre luego de lo que me ha pasado. Mi vida no me ha sido fácil. Así es. Vengo de la clase adinerada y ya se sabe del infortunio de los acaudalados. A lo largo de nuestra vida la tarea fundamental es convencernos a nosotros mismos de que los haberes familiares son anécdota insignificante, y lo que de veras cuenta es nuestro esfuerzo y talento. La herencia es lo de menos, pero hay incrédulos, y a ellos debe persuadírseles. Y eso cansa, agota, deteriora… ¿Para qué seguir, si ustedes lo saben mejor que yo, y yo lo sé mejor que ustedes, y los tres lo sabemos mejor que los desconocidos?
Ustedes han visto de cerca mis proyectos y mis logros. De hecho, ustedes son parte entrañable de mis proyectos y mis logros. Bien tengo presente aquel día no muy lejano cuando nos instalamos en el edificio en Polanco que me regaló mi padre para que me ejercitase en mi carrera de Ciencias de la Comunicación, y algo aprendiese de relaciones públicas. Ustedes no podían creer lo que veían y nomás hablaban de “lujo asiático”, como si los billonarios de Asia no viviesen en Estados Unidos. Cortamos el listón con las tijeritas de oro de mamá, descorchamos la botella de champán y les expuse mi proyecto. Era sencillo y era, perdonen que lo diga, radiante…
* * *
Creamos la primera empresa dedicada no a la promoción de la imagen, sino del Carisma, en ese momento al alcance de muy pocos en cada generación se los dije, acéptenlo, ustedes no agarraron la onda. “¿De qué se trata?”, me preguntaron. “¿Vas a inventarles virtudes, vas a contratar un grupo que siga a los clientes a todas partes y aplauda las medidas, vas a obligarlos a la cirugía plástica, los inscribirás con foniatras, les harás un examen chafa de fotogenia, los meterás a clases de aerobics? ¿Qué vas a hacer?”.
Al oírlas, y perdonen que se los diga, sentí lo que debió experimentar Colón al exponer sus planes o lo que debió padecer López Velarde cuando le enseñó sus versos a su maestro de primaria. Sí, en ese momento me abatió el rayo de la incomprensión. Si mis amigas de toda la vida, de mi clase social, no me entendían, ¿qué me esperaba de los clientes en potencia, tan hostiles por las ideas nuevas por el prejuicio de que lo nuevo da cáncer?
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Callé un instante, que a ustedes creo que les pareció eterno, y luego, con la paciencia que infunden las visiones en lo alto de la montaña, les detallé mi plan. Sí, por supuesto, lo que ustedes decían estaba bien, eran necesarias las apariencias convincentes, las voces persuasivas, la sonrisa que cautiva a los que no le ponen atención. Pero eso era sólo el prólogo a la transformación. Yo iría a fondo, a la cirugía del alma, a extraer el Yo triunfal del derrumbadero de las inercias y apatías. Yo iba a ser, y en mis palabras la vanidad no tenía cabida, el escultor de los espíritus, el extractor de carismas, como dije en una frase que a ustedes les pareció afortunada, y a mí, ahora lo acepto, francamente genial.
El primer cliente fue un político ya viejo, que más bien iba de salida hacia el olvido total. No había tenido grandes puestos, no había apantallado a nadie nunca, no decía nada sobre el Estado que no se leyera mucho mejor en las revistas deportivas a propósito del Pachuca. Le expliqué mi proyecto, y no lo captó. Me replicó con vulgaridad atroz: “Yo no quiero que se acuerden de mí. Lo que quiero es que no se olviden de mí cuando estoy presente”. En ese momento casi cancelo el contrato. Sin embargo, perseveré y los resultados fueron, si no óptimos, sí alentadores: el hombre que cuando empecé a asesorarlo era un don nadie, es hoy, gracias a un fraude colosal, un huésped distinguido de un penal de alta seguridad. Su retrato ha salido en múltiples ocasiones, y él está contento. Me mandó un recado hace unos días: “La estoy pasando de maravilla. Aquí todos me conocen, me saludan respetuosamente, me toman fotografías, me entrevistan. Todos se preguntan que cómo alguien tan insignificante al parecer, se lució con un fraude de tal magnitud. Sonrío y doy explicaciones. Jamás confesaré la verdad: ‘Soy inocente, y me usaron de chivo expiatorio’. Pero si alego eso, y lo pruebo, ya nadie me va a admirar”.
* * *
Mis clientes aumentaron, y debo decir que mi época de oro fue el sexenio pasado. Cuando él ganó en 2000 yo propuse una consigna: “Fox a la Presidencia de la República” para que él, que ya era presidente, no se durmiera en sus laureles. A Fox le gustó la idea porque creyó que se trataba de anticipar la reelección. La neta, y para qué se los cuento, fue maravilloso ese periodo. Los cursos de Carisma estaban a reventar, y hasta se inscribieron algunos sacerdotes por si se aprobaba la libertad religiosa. Fox me pidió prestado mi BMW y se le olvidó devolvérmelo, y fue entonces cuando le propuse el método instantáneo. Él, preciso, sonrió, sopesó las posibilidades, no rechazó de plano la oferta, y me pidió que esperásemos al fin de su segundo periodo, o eso creí escuchar.
¡Qué días aquellos! ¿Se acuerdan del curso intensivo de Carisma bilingüe para los que participaban en los cursos para privatizar Pemex? Mis alumnos, todos, fueron recibidos con aplausos en dos idiomas en reuniones internacionales. Y el curso que más éxito tuvo fue el de Carisma para tecnócratas, que por oscuras razones de trabajo deben visitar áreas rurales. ¡Fue fantástico! Les enseñé a hablar golpeado, a lucir el Stetson, a usar botas de piel de víbora de Marte, a darles palmaditas en la espalda a todos los campesinos, diciéndoles “Tío Chencho” (a veces, según me contaban, las mujeres se desconcertaban cuando a ellas también les decían “Tío Chencho”, pero mi método no admite componendas).
Esos seis años de Fox los recuerdo como un cosquilleo del alma. Se masificó el Carisma, por así decirlo, a todos los funcionarios les sobraba Carisma, así con mayúscula, y en mis clases no había espacio ni para que cupiera un mal pensamiento, como dicen los escolásticos del PAN (que además piden que les digan “esolásticos” para distinguirse de los escolares).
Mi derrota se inició en este sexenio. Aunque el Carisma no puede pasar de moda —es tan inmortal como el faje—, los funcionarios empezaron a correr la voz de que el Carisma era un mero truco de la personalidad, que el que lo tenía lo tenía, y el que no ni por más que se esforzara. Ustedes se acuerdan de las semanas que pasaban sin un solo cliente, y de cómo, entre lágrimas de todos, debí tomar la decisión de cerrar el único centro latinoamericano de enseñanza del Carisma. No tengo problemas económicos, gracias a que mis padres tampoco tuvieron problemas económicos, y pensé que la solución de mi dilema existencial sería esperar a que el Carisma retornase al centro de la popularidad.
Inútil. Transcurre el sexenio y el Carisma se ha convertido en término aborrecible. Al parecer, la teoría es impecable: si el de arriba tiene Carisma, ¿para qué lo queremos los demás? Fox, por vanidoso, quería que nadie más tuviera Carisma, pero ahora lo que rifa es la demostración del Voy Derecho y no me Quito. Se murmura en los pasillos que se murmura en los cenáculos que se murmura en los mentideros que al sexenio lo que le importa no es el Carisma, sino la Captura del Aire de Legitimidad, y allí sí que mis cursos no sirven para nada. ¿Cómo hacer para que alguien obtenga un Aire de Legitimidad, si está afirmando que la economía ya se recuperó, y que el país halló su rumbo? No hay manera. El Carisma le ayuda a uno a decir lo que sea, y no importa. El Aire de Credibilidad lo obliga a uno, si quiere mantenerlo, a nomás hablar con monosílabos. Y ustedes, mis amigos, están al tanto de que mi especialidad es el rollo. Así es. Se acabó el Carisma, y dudo que prenda algún día el Aire de Legitimidad.
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