Proceso, domingo 31 de septiembre de 2007. No. 1613
El desastre panista
Rafael Segovia
El PAN ha quedado contra la pared sin que nadie lo empujara. Sin que nadie lo ayudara, su imagen se ha deteriorado. Le bastó quedarse solo para verse enzarzado en unos problemas que le impiden figurar en el espacio nacional. Es una vez más un partido sin base, una sombra de lo que fue.
De vez en cuando, en la página siete de algún periódico, uno de sus funcionarios declara que los panistas apoyan a Vicente Fox, al que no se atreve a llamar expresidente ni mucho menos presidente, como aún se autodenomina el de Guanajuato. Es un apoyo distante, frío, ajeno a la situación en que se debaten Fox y la Señora Marta. La obligación de defenderlos es, para el panismo, una carga insoportable. Y, ahora sí, el otro presidente guarda un silencio hermético ante la destrucción de la imagen del PAN.
En mi memoria de lector, no recuerdo las formas que hoy se emplean para acusar a un expresidente. Por temor a una demanda legal, los señalamientos son mesurados en cuanto a los términos empleados y, más que mesurados, son descafeinados. Con la excepción de Lino Korrodi, a los demás les ha bastado con reconocer que Fox y su cónyuge se encuentran sumidos en el descrédito social. Y quienes han intentado defender al exmandatario, se han hundido con él. No ha habido un argumento convincente.
Los señalamientos se refieren a su fortuna inexplicable, a las dimensiones de su rancho, al costo de las construcciones, al lago y a una biblioteca vacía que se pretende llenar con los regalos de editores mexicanos. Las fotografías aéreas dan idea de la extensión del hogar de los Fox y de su costo. Por desgracia, no pueden apreciarse las construcciones propiamente dichas, si hay elegancia o si sólo se trata de una vulgaridad cara, lo que puede conjeturarse sin dificultad.
La nueva derecha mexicana es bastante patanesca. De creación reciente, es cualquier cosa menos refinada, deseosa de encontrar un gusto, un estilo capaz de definirla, de probar que aporta algo nuevo. Es una derecha obligada a esconder su dinero: el ejemplo de lo ocurrido a Fox puede ser más que suficiente. Ahora los panistas de altos vuelos prefieren un departamento en Nueva York o en Madrid incluso, donde no se hacen preguntas impertinentes y pueden encontrar un embajador a su gusto.
Definir a esta derecha como neoporfirista es errar el blanco. El porfirismo pudo apoyarse –y lo hizo con facilidad– en el positivismo y en unas modas francesas desbocadas que al menos eran una definición de ciertas ambiciones sociales, una reinvención de su historia. Hoy se buscan –pero no es esta derecha quien lo hace– valores seguros de aquella época anulada y borrada por la Revolución. Tuvo pintores, escritores, periódicos y revistas, un resurgimiento tardío de la educación superior e impulso restringido de la primaria –quienes pasaron por ella no tenían faltas de ortografía ni de sintaxis. Hubo hombres con conciencia. Así, la mayoría defendieron a capa y espada un régimen intolerable. Lo que hoy no encontramos por ningún lado.
La reacción contra la ley electoral ha sido la adopción de una manifestación de clase. Es patente el temor a perder los privilegios de un sector minúsculo del cuerpo social. El poder televisivo se encuentra en las capas superiores de este cuerpo social, no porque la pantalla tenga una influencia sobre ellos –lo noticioso y la escasa presencia de la política les tienen sin cuidado. Se interesan en los contenidos televisivos en la medida en que éstos dominan a las capas más desfavorecidas, además de que la TV es el medio más útil para imponer el consumo en que se funda su situación económica. ¿La fortuna de Fox no procede, según él, de la Coca-Cola?
Se comprende también la angustia televisiva. Un instrumento de tal calibre, ajeno a cualquier control, es capaz de enfrentarse incluso con las organizaciones empresariales y sociales más poderosas. Éstas pueden intentar un boicot, que no duraría mucho tiempo, pues la industria y el comercio modernos no pueden vivir sin publicidad. La televisión, por su parte, puede ser barrida por el Estado con la ley en la mano: las instalaciones pertenecerán al señor Azcárraga, pero el espacio situado encima de la nación puede ser reglamentado por el gobierno sin pedirle su parecer a los dueños de Televisa o del canal Azteca. Puede, si bien le parece, autorizar a cuantos ciudadanos quieran crear sus cadenas de emisión: el poder del Estado, pese a lo que digan algunas páginas debidamente subvencionadas, sigue existiendo, y si es la razón de ser de toda la nación, aún lo es más de unos cuantos hombres y mujeres que acumulan las mayores cantidades de dinero en el país.
Mientras tanto, el presidente Calderón se sitúa en un punto inexistente. El caso es que, dada la ausencia de definiciones precisas del presidente –su discurso ante los trescientos fue un galimatías–, no se sabe cuál es su intención en lo que hace a su gobierno, qué línea va a imponer o a seguir. Todo parece abandonado al azar: sus decisiones –cuando existen– y temores, sus deseos y abandonos. Nos podemos preguntar si va a seguir con sus reformas o si va a emprender cambios escondidos en el silencio. Nadie sabe, empezando por su partido, si la gasolina va a subir de precio, lo que puede acentuar y ampliar las derrotas del PAN; si la distribución de gas fue afectada por los atentados del EPR; si se van a discutir otras reformas. No se sabe nada. Y es posible que así sea mejor, pues aunque hace unos días, por ejemplo, se anunció que por lo pronto no subiría el precio de los energéticos, la inflación no ha dejado de subir.
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