viernes, 17 de octubre de 2008

DEL MAESTRO SEGOVIA

Reforma, viernes 17 de octubre de 2008
Rafael Segovia
Fuera del Palacio de Westminster, sede del parlamento inglés, se encuentra un grupo escultórico de Rodin, llamado Los burgueses de Calais. Son unos hombres que van vestidos sólo con la camisa, sin calzas -así le llamaban a los pantalones. Van a entregar las llaves de la ciudad al rey de Inglaterra, que acaba de conquistarla. Llevan también una soga al cuello, por si tiene a bien colgarlos. El rey, generoso no lo tuvo a bien. Es de las escenas más patéticas que se pueden encontrar.
Otra es La rendición de Breda, de Velázquez. Justino de Nassau entrega las llaves de la ciudad a Ambrosio de Spínola, jefe del Ejército español que, por no variar, era un italiano. Es una escena sin ningún patetismo, sólo llama la atención la apenas marcada genuflexión del holandés y el gesto lleno de generosidad y la sonrisa casi de excusa del italiano. Son dos escenas de rendición, como todas las rendiciones, desgarradoras. Hay un vencedor y un vencido, como en todo en la vida. Pero hay caballerosidad y patanería. No todo el mundo al nacer es Ambrosio de Spínola. Cuando al nacer vencido se añade la actitud violenta y egoísta del vencedor, nos encontramos en México, donde el dueño del negocio no siente la menor piedad por el vencido: si he ganado, por algo será, y ese algo se considera de origen divino, de ahí la falta de generosidad y de remordimientos.
Sin genuflexiones de ningún tipo, sin llevar cuerdas al cuello -Calderón no hubiera sabido qué hacer con ellas-, los ilustres privados, maestros de la caballerosidad y patriotismo, amparo de los mutilados y de los huérfanos, enemigos cerrados y cerriles del aborto, obligaron a Calderón Hinojosa a presentarse ante ellos, después de haber transferido a sus cuentas 8 mil 900 millones de dólares que en su tiempo formaron parte de la riqueza nacional o si se quiere de las reservas depositadas en el otrora Banco de México. Para hacer una operación semejante hubo que, en sus cálculos maquiavélicos, primero encontrar un culpable de la corrida -todos acudimos, bravos que somos, a la pañosa- de la cual se acusó a las empresas americanas que invierten en México. Se creyó durante unas horas, después el ministro de Hacienda denunció a los verdaderos autores del maleficio, amenazándolos con toda la furia del infierno dispuesta por su amigo Calderón. Los privados se quedarán sin postre la próxima semana para ver si aprenden a robar con discreción.
A los autores de la caída del peso se les puso nombre; es algo inaudito en México. Tenemos una auténtica novedad: exponer a los hombres ricos hasta la saciedad por lo menos a la murmuración pública. La duda constante sobre la impunidad, si ésta no ha desaparecido al primer golpe, sí se ha llevado un golpe serio. Ahora vendrán las complicadas justificaciones: las razones que a estos hombres los llevaron a intervenir en los mercados de dólares para sus empresas, que al final salieron ganando unas cantidades que les podían compensar de sus caídas desde el principio de la crisis. Bien mirado y ponderado, todos ellos hicieron una operación patriótica, que pagará el pueblo mexicano.
En esta ocasión la pérdida de prestigio ayudará a aclarar el panorama político. Al menos quedaremos libres, durante una larga temporada, de los patéticos llamados a la unidad del señor Calderón. Su credulidad dependerá de cómo encare esta operación. Si acude al medio tradicional que consiste en darle largas al asunto y esperar a que la opinión pública se calme y olvide este mes maldito será un asunto del que Calderón saldrá como un hombre sin palabra ni decisión, dos acusaciones que ya cansan de lo repetidas; si castiga, pero seriamente, a los culpables, el escenario político puede tener un cambio sorprendente, porque en México cuando se está en presencia de este tipo de manejos, la solución es el olvido. En cambio, una estafa de mil pesos es un delito imperdonable.
Conviene insistir, aquí no se pretende defender por encima de cualquier consideración a Napoleón Gómez Urrutia, pero este hombre comparado con la maestra Elba Esther, sin resultar una blanca paloma, da lugar a semejanzas y diferencias llamativas. Se trata de líderes sindicales que modificaron reglamentos para enseñorearse, manejan como les viene la gana, viven de cuotas sindicales y distribuyen, cuando lo distribuyen, este dinero a ciencia y paciencia, cuando no con apoyo del gobierno. Es la vida de una parte sustancial de los asalariados de esta nación: no sólo son explotados de manera inmisericorde por un patronato despiadado, sino por sus propios líderes, guías y jefes.
Los privados están indignados con la denuncia que les ha caído encima. No es sólo el hecho de ser acusados públicamente de falta de honestidad, sino caer en una desconsideración grave para sus negocios. Lo mismo ha ocurrido con la clase empresarial norteamericana, pero ésta sabe que, con acusaciones o sin ellas, con la prohibición de subirse más sus ya estratosféricos sueldos y ver intervenidos sus bancos, con todo eso, con McCain o con Obama, seguirán gobernando a Estados Unidos y a donde están presentes, no se va a cambiar una disposición histórica por voluntad del mundo entero.

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