Despenalización de las drogas
Por: Humberto Musacchio
Por: Humberto Musacchio
La normativa actual propicia la corrupción de las autoridades, la descomposición del aparato de impartición de justicia y la pérdida de límites entre la delincuencia y sus presuntos perseguidores
En México los abortos están prohibidos, pero eso no evita que cada año se practiquen decenas de miles, incluso más de cien mil según ciertas estimaciones. Por su carácter clandestino, la inmensa mayoría se ejecutan en pésimas condiciones de higiene y el resultado es la muerte de miles de mujeres que dejan al marido en la viudez y a los hijos —la mayoría de las mujeres que abortan tienen hijos— en la orfandad y frecuentemente en el mayor desamparo.
Algo semejante sucede con la marihuana. Su producción y venta están prohibidas, pero lo cierto es que grandes extensiones del territorio nacional están dedicadas al cultivo de la cannabis y una incalculable cantidad de personas participa en su producción y comercialización, entre otras los ejércitos de pistoleros de que dispone cada organización productora y distribuidora. Por simple lógica económica, si se cultiva y distribuye es porque existe una gran demanda, mayor aún que el miedo a caer en prisión.
El consumo no está penado y una persona a la que se halle una cantidad para consumirla no debe ser detenida, pero lo cierto es que, como son policías quienes determinan cuándo y quién rebasa esa cantidad, los abusos contra los ciudadanos son, no sólo frecuentes, sino habituales y generan una realidad que quienes hicieron las leyes pretendían evitar.
Además de los abusos policiales, el consumidor, que no por serlo es un delincuente, se ve constreñido a buscar la droga en ámbitos clandestinos, situados, esos sí, al margen de la ley. Si un consumidor es sorprendido en el momento de realizar una compra al vendedor de estupefacientes, no habrá policía que lo deje libre, sino que lo considerará para todos los efectos parte de la cadena delictiva. Lo mismo harán los agentes del Ministerio Público y los jueces, a quienes no importa quién la hizo sino quién la pague.
La penalización de las drogas tiene efectos antisociales que se multiplican. La iniciación de los adictos y la adquisición habitual, por estar confinados a la clandestinidad, exponen a los consumidores a riesgos que en esas condiciones son inevitables, pues el trato con el lumpen implica graves peligros, entre otros el de perder la vida.
La normativa actual propicia la corrupción de las autoridades, la descomposición del aparato de impartición de justicia y la pérdida de límites entre la delincuencia y sus presuntos perseguidores. Sin embargo, no ha servido para acabar con el tráfico de drogas, ni siquiera para disminuirlo.
Con cierta ingenuidad perversa, los legisladores endurecen periódicamente las leyes, pero cada vez que lo hacen fracasan, pues el negocio es tan atractivo que lleva a minimizar los riesgos, lo que se refuerza por la poca eficacia de los cuerpos policiacos y por la corrupción que estimula una actividad delictiva tan próspera.
La legislación sólo ha conseguido incrementar el poderío de las mafias y ha minado hasta extremos alarmantes la capacidad represiva del Estado. Cada año aumentan los presupuestos para combatir el narcotráfico y cada año se eleva la producción de drogas y el monto de las que se comercian. Las cárceles están llenas y ni por eso baja la actividad del crimen organizado ni el peso social de las mafias.
La única solución es despenalizar las drogas, empezando por la marihuana, que no es más dañina que el alcohol. Desde hace más de un cuarto de siglo lo venimos proponiendo diversos ciudadanos y hoy se trata de una demanda que han hecho suya relevantes personajes del mundo intelectual y hasta del político.
Algunas buenas conciencias suponen que despenalizar las drogas llevará a muchas personas a convertirse en adictas. Tal vez se eleve la tendencia al consumo en una primera etapa, pero experiencias como la de Holanda demuestran que el consumo nacional se mantiene constante, sea legal o ilegal.
Por supuesto, la despenalización, para ser eficaz, tiene que estar acompañada de una nueva normatividad que señale dónde, cuándo, en qué cantidades y bajo cuáles condiciones se puede consumir una sustancia de las ahora prohibidas. Por seguir con el caso de Holanda, allá la venta se realiza en lugares llamados "cafés" —donde no necesariamente se vende el líquido negro—, en dosis rigurosamente determinadas y la casa se niega invariablemente a servir "las otras".
Alguien dirá que allá es Holanda y acá es México, como si los habitantes de aquel país fueran marcianos y los mexicanos estuviéramos situados más abajo en la escala zoológica. Pero no. Aquí y allá hay seres humanos. Lo diferente es la legislación y en aquel país son contadas las personas detenidas por delitos contra la salud. Como en todas partes, hay quien pretende ir más allá de la norma, y contra ella se encamina la acción policiaca, pero las drogas —y la criminalidad asociada a ese fenómeno—dejaron de ser un problema social y ahora son vistas como un asunto de salud al que se destina parte de los enormes presupuestos que antes eran absorbidos por el combate a la delincuencia. Aquí, en cambio, seguimos tirando dinero.
hum_mus@hotmail.com
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